lunes, 24 de noviembre de 2008

Textos antecedentes

El pescador*

A mi padre.

Eugenio dormía placidamente en la cuja. Un radiante sol caía inclemente sobre el techo de paja del rancho. A pesar de su esplendor no se sentía al interior del dormitorio, ventilado por el aire frío del río Grande que se deslizaba unos metros más abajo de la terraza donde se asentaba la edificación.


Inocencia, su mujer y madre de cuatro niños, no se atrevía a despertarlo. Había llegado bastante tarde la noche anterior. Bebido y eufórico gesticulaba y mascullaba maldiciones y retos a los cuatro vientos, aseguraba que no había nacido alguien con la verraquera suficiente para capturar un pez más grande de los que él era capaz de coger y, juntando el dedo índice sobre el pulgar en forma de cruz, decía: “¡Lo juro por mi madre!”.


El radiante sol era presagio de un día muy caluroso, ideal para ir a pescar. Inocencia estaba muy inquieta al ver la barbacoa que hacía de despensa: en ella no había nada que echar al caldero. Después de pensar un rato y viendo el avance del sol se animó a despertarlo.


–Levántese, mijo, que ya es muy tarde y no hay ni agua’epanela para darle a esos guambes.
Inocencia agregó una explicación sobre enviar al mayorcito de los hijos a donde una vecina para pedir prestado un pite de panela.


Eugenio casi no entendió las palabras de la mujer, sólo sintió malestar por el tono de la voz con que lo había despertado; sin embargo no protestó y fue a lavarse la cara en el chorro que hacía de acueducto a la vivienda. El agua fría le despertó los sentidos; sintió el rigor del estridente sol posicionado en el límpido cielo, levantó la mirada para calcular la hora y sintió la punzante herida de la luz en sus pupilas; cerró los ojos mientras su cerebro le indicaba que ya había transcurrido más de media mañana y sintió como un mordisco en el estómago producto del alcohol ingerido la noche anterior; entró en la casa, se puso una camisa y el sombrero, amarró el machete en su funda a la cintura, tomó la escopeta y algunos cartuchos de munición y los metió dentro de un bolso de tela impermeable que siempre hacia parte de su indumentaria.


Inocencia se animó a decirle:


–¿Es que se va a ir sin tomar nada antes? Espere mientras vuelve el niño pa’que tome una agüita de panela antes de coger camino. ¿No ve el sol que está haciendo? Además, yo no estoy brava con vusté.


Eugenio esbozó una mueca amarga, se agachó para despedirse de su pequeña hija y enderezó por el camino que a media ladera descendía hasta el río Grande. Se volvió para mirar a su mujer diciéndole hasta luego y ella sonrió con un suspiro hondo... muy hondo.


Inocencia con la niña en los brazos lo vio cruzar el río saltando sobre las enormes piedras que facilitaban el vadeo y lo siguió con la mirada andar sobre el camino de la ladera opuesta hasta que se ocultó detrás de una arboleda que cerraba una curva del río. Respiró ansiosa, sabía que por ese camino se dirigía hacia La Conejera, una quebrada cercana. Sin dudarlo pensó que en la tarde podrían comer caldo de cuchas y se propuso ir hasta la sementera a buscar yucas y plátanos.
Eugenio era un mozo bien proporcionado, de brazos fuertes y piernas ágiles que se podía desenvolver muy bien en las faenas de caza o pesca como en otros trabajos, de genio alegre, juvenil e inteligente en su manera agreste de ver y vivir en el ambiente donde fluía su vida. Inocencia lo adoraba y él se sentía a gusto con ella y sus pequeños hijos.


Eugenio tardó poco remontando el curso de La Conejera, que tributaba sus aguas al río Grande en un ángulo suave, casi un kilómetro arriba de su casa. Siguiendo un camino ribereño llegó a un punto apropiado para una buena faena de pesca. Además de fatigado, resentía los efectos del alcohol ingerido. Acalorado, se sentó en una gran piedra en la orilla de la quebrada y aprovechó para reflexionar: en su embriaguez había retado a algunos pescadores y había apostado que sacaría la cucha más grande jamás vista por alguno de ellos.


Dentro del tronco hueco de un árbol metió sus ropas, el sombrero, la escopeta, el machete y los cartuchos. Tomó el bolso impermeable y se lo terció sujeto con una ancha correa al costado izquierdo; se zambulló en el agua fría y recibió la frescura del agua que le devolvió la tonicidad de sus miembros y la lucidez; sintió una ráfaga de aire frío y alzó la mirada al firmamento, donde un cordón de nubes se arremolinaban y se dijo: “Parece que va a llover”. Se agachó y, metiendo sus manos entre grandes piedras, comenzó a palpar en busca de cuchas y a despegarles la boca de las piedras para luego introducirlas en el bolso. Su destreza para capturar esta especie de rémoras con armadura era legendaria entre los amigos, que envidiaban su especial habilidad. Cerró el bolso depositándolo en una especie de bahía cercada con piedras y con suficiente agua para mantenerlas vivas por un tiempo largo.


Quería tentar la suerte: la bronca de la noche anterior y el desafío que había lanzado a quienes se atrevían a dudar de sus habilidades como pescador lastimaban su amor propio. Había tomado la determinación de responder a su propio desafío: retomó nuevamente el bolso, lo puso a sus espaldas cruzando la correa por debajo de su axila izquierda y se adentró de nuevo en la quebrada.


En cierta parte, grupos de piedras que emergía desde el fondo formaban cúpulas con una pequeñas aberturas donde enormes cuchas anidaban para desovar. Una leyenda decía que era muy peligroso capturarlas en esos lugares pues estaba protegida por seres sobrenaturales que amarraban las manos de quien se atreviera a sacarlas de su recinto sagrado.


Eugenio alzó la mirada, vio en el horizonte una masa de nubes negras y las desestimó como presagio de tormenta: había prometido sacar uno o dos de aquellos peces; quería demostrar que era el mejor pescador de toda la región y que no le tenía miedo a nada. Comenzó a escrutar una de las cavernas pero no halló nada, avanzó hacia otra y realizó la misma operación, y nada; aunque empezó a sentir el aire más frío, no se desanimó.


Fue hacia otra caverna más arriba, la auscultó con su mano izquierda y rozó una pieza que cambió de sitio; en la posición en que se hallaba, contra la corriente y el agua a la altura de su pecho, no tenía dominio focal de su situación, unas piedras le impedían acercar su cuerpo a la prominencia cavernosa. Pateando sobre el lecho, pisó sobre alguna piedra que había cambiado de sitio y se paró sobre ella; su antebrazo, que estaba trancado a la altura del codo, se deslizó dentro de la caverna y su mano tropezó con el cuerpo de una gran cucha. Apenas la podía coger por la parte posterior, adelante de la aleta caudal, y sopesó mentalmente su talla, ¡era enorme! De pronto, sin darse cuenta cómo, empezó a sentir su cuerpo suspendido por el agua sin poder zafar su brazo de la abertura de la caverna.


En su casa, Inocencia, sorbiendo tragos de agua’epanela, veía desde la cocina el diluvio que se cernía sobre la cordillera de donde se desprendía el lecho de La Conejera. Imaginó el enorme caudal que estarían formando sus aguas y que Eugenio estaría cobijado por unas hojas de platanilla o de palmicha, esperando que amainase la tormenta.


Eugenio enfrentaba la tragedia de no poder sacar su brazo de la abertura donde estaba atorado sin soltar su presa; el codo comenzaba a dolerle, tenía la mano agarrotada en torno al cuerpo de la cucha y no podía estirar más el brazo porque la pared de la caverna se lo impedía. Sin alternativas de movimiento y horrorizado, se dio cuenta de que el caudal aumentaba violentamente; en un instante, al filo de la desesperación, se sintió como una cuerda tensa a punto de romperse entre las fuerzas confusas que lo arrastraban para todos los lados a la vez y la posesión de su presa a la que se aferraba con toda la fuerza que su agonía, orgullo y terca vanidad le imprimían.


El sol, moribundo en el horizonte, se dejó ver en un cielo claro y limpio. La lluvia con estatura de tormenta había desaparecido y un viento alegre barría la niebla que se había levantado mientras el suelo se tragaba las últimas gotas. Inocencia bajó por la suave ladera que separaba su casa de la orilla derecha del río Grande donde tenía instalado un rústico lavadero; la ropa aún estaba allí. Repasando el escenario para ver la magnitud de la creciente, sus ojos descubrieron enredado entre las piedras que hacían tabique al lavadero el bolso que Eugenio siempre llevaba cuando iba de pesca o caza; lo recogió y se dio cuenta que estaba medio lleno de pescado; miró hacia la casa, vio el sol que agonizaba, subió pensando que Eugenio llegaría pronto muerto de hambre; debía apurar el fogón y tenerle abundante cena. La noche cerró, los niños comieron e Inocencia se puso a esperar a Eugenio. Velando, sin darse cuenta del tiempo, se quedó profundamente dormida.


El pueblo, enclavado en la enorme bahía que el río Grande había excavado en tiempos remotos, tenía como plaza principal una playa ancha al lado de la cual se alzaban las edificaciones principales y, más allá, regadas tierra adentro, las demás casas. Al día siguiente, la gente se levantó muy temprano; su primera inquietud fue acercarse para ver los estragos dejados por la creciente. Cuando llegaron a la plaza principal, todos se detuvieron al unísono. Un cuerpo yacía tendido de espaldas sobre la blanca arena; el cuerpo sostenía en su mano izquierda, en ademán de victoria, una enorme cucha, la más grande que hombre alguno del pueblo hubiese visto jamás en su vida.

* Una versión previa de este cuento fue incluida en el libro Maniguaje. Caquetá... también cuenta, Florencia (2007).



Letra para un tango

La noche terriblemente oscura no mostraba en su superficie ni el tímido brillo de una estrella fugaz; en el horizonte tampoco se mostraba el perfil lejano de los montículos y arrabales que circundaban el poblado; los fanales del alumbrado público estaban inmersos en la negrura del ambiente y se veían como sumergidos en el abismo más profundo; el camino pavimentado a trechos y el perfil de las edificaciones se adivinaba solamente por las luces interiores que los habitaban, dejándole al camino apenas débiles destellos que lo hacían transitable solo por quienes lo conociesen a la luz del sol.

Ricardo caminaba sobre aquella superficie fantasmagórica como un autómata salido de un cuento de ficción; pero él era de carne y hueso y aunque pareciera que no tenía alma, era tan solo porque aun se sentía inmerso en la más absurda tragedia que a un hombre ¡a un hombre como el! pueda pasarle; la suerte, la vida, el destino, su fe en los hombres, el amor, el más puro, sincero y abnegado que un hombre puede profesar a una mujer, se los habían roto en mil pedazos.

Caminaba como un zombi, sin rumbo definido, no miraba a nada ni a nadie, sus pasos parecía que no encontraban obstáculos; realmente, su figura, al igual que el medio ambiente en que se movía, eran fantasmagóricos, hasta la débil música que hería el aire y los oídos del hombre, no identificaban su origen, pero hizo que éste comenzara a mover la cabeza en su búsqueda; como hábil conocedor, torció el rumbo de sus pasos por una callejuela mas fúnebre aún que la calzada principal y se dirigió hacia una débil luz rojiza que indicaba el origen de la música que ahora tenía aire de tango.

Ricardo se paró en el umbral de la entrada, ahogando con su cuerpo el sonido de las notas que emitía una ortofónica que molía música para el despecho; una mujer se interpuso en su avance hacia el interior de la cantina; Ricardo la apartó con un brazo y a pesar de las insinuaciones de ella, solamente le dijo: quiero estar solo, no me joda; el cantinero atento a los requerimientos de sus clientes, habituales o no, y con la suspicacia que da la experiencia, sin mirarlo a los ojos le dijo: ¿Desea tomar algo? Ricardo con voz entrecortada lo miró de arriba abajo y respondió: quiero una botella de aguardiente... y ponga música de tango.


Sentado en la mesa más apartada y oscura, Ricardo se sirvió una copa grande de aguardiente; curiosamente, en el establecimiento no había otros clientes; la mujer que lo había recibido se paseaba delante de él a ver si llamaba su atención, pero Ricardo no estaba para intimar con nadie, su decisión era firme; acababa de sufrir la más terrible decepción; la mujer que lo observaba así lo intuyó, con esa malicia que tienen aquellas mujeres acostumbradas a ser paño de lágrimas de los fracasados en el amor; pero no entendía cómo un hombre apuesto, joven elegante, buen mozo como suele decirse, pudiera estar sufriendo un despecho, además, esa noche, ella no había tenido fortuna con los pocos hombres que habían visitado antes el establecimiento.

Ricardo venía de su habitual visita a Margarita, su novia; la mujer - en su concepto - más hermosa, más pura, humilde, juiciosa, honesta y cariñosa que hombre alguno puede imaginar; llegó un poco más temprano de lo habitual, fue hasta su casa y recibió la respuesta de que se había ido donde una amiga querida con la consigna de que no tardaría en volver; su ansiedad por verla lo llevó a desesperar y decidió salir a encontrarla; a su paso por el parque donde solían encontrarse para solazarse un poco lejos de las miradas indiscretas, sus ojos hurgaron en las profundidades del espacio arbolado, al no ver a nadie no supo si sintió alegría o decepción.

Ricardo se encaminó, sin conocer, hacia la casa de la amiga señalada, no supo hallar el camino y se regresó buscando de nuevo el parque, se detuvo a la entrada de una pequeña cafetería en las inmediaciones; ¡No daba crédito a sus ojos¡ Margarita se hallaba al fondo, de espaldas a la entrada; pero eso no era lo importante; Margarita estaba acompañada por hombre muy elegante, de edad muy superior a la suya, que tenía en una de sus manos una de Margarita y con la otra acariciaba sus mejillas, su boca, su barbilla, su frente, su pelo, ¡todo!; temblando de rabia y de dolor se ocultó en un zaguán aledaño y esperó. Margarita no tardó demasiado, ceñida por el brazo del hombre que la acompañaba, se empinó sobre sus pies y recibió un largo beso que ella, -le pareció a Ricardo-, esperaba que se repitiera.

La hermosa flor del jardín de sus ilusiones, había caído al fango; la fortaleza de virtudes, atributos y bondades que Ricardo había construido para guardar el amor de sus amores, se había derrumbado como castillo de naipes ante el frágil viento de un galán desconocido; Ricardo, ciego de la ira, conmocionado y tembloroso, no tuvo valor para enfrentar una verdad que no quería reconocer; quería destrozar con sus manos al hombre que acompañaba a Margarita, quería gritarle su falta, quería matarla, quería besarla con mas pasión que la del beso que ella quería se repitiera; sus ojos nublados por el llanto, su cuerpo tembloroso y sus piernas vacilantes lo llevaron sin saber por las calles más oscuras hasta la entrada de la cantina donde le estaba dando rienda suelta a su dolor.

Ricardo golpeo la mesa llamando al servicio; el cantinero se presentó y Ricardo, con los ojos enrojecidos por el llanto le increpó: ¡Música de tango! ¡Quiero música de tango! El cantinero hizo un gesto de aprobación y fue al mostrador; al momento se escucharon las notas de Mi noche triste; de nuevo los golpes en la mesa, y Ricardo disgustado repitió: ¿tiene música de tango? , ¿sí . . . o no? Yo no quiero oír más esos lloriqueos; quiero música de tango, ¿solo música, me entiende? El cantinero se atrevió a replicar: - pero los tangos, casi todos tienen letra. Ricardo haciendo un gesto de dolor repitió: yo solo quiero la música, la letra ... ¡la letra la tengo yo... Yo tengo la letra . . . la tengo aquí... aquí... y se golpeó en el pecho con la mano derecha empuñada, sobre la tetilla izquierda, por una sola vez.

Una roja flor comenzó a crecer sobre la blanca pechera de su camisa, sus ojos desmesurados dejaron escurrir dos lagrimones y sus labios distendidos en una mueca de extraña dulzura eran letra viva de un tango de amor hasta la muerte.